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Crisis de la deuda soberana o “de cómo los gobernantes hacen desaparecer los ahorros de la clase media”

Para muchos de nosotros, la crisis de la deuda será uno de los acontecimientos financieros más amenazadores de nuestras vidas. Sin embargo, la inmensa mayoría de nuestros conciudadanos realmente no tiene una idea de las dimensiones de lo que se nos viene encima, pues solo unos pocos mejor informados se detienen a pensar e intentar identificar las tendencias de la economía y de la deuda, algo que es imprescindible para poder transformar el miedo en decisiones y acciones razonables.

Muchos estados con un elevado nivel de endeudamiento han alcanzado, o incluso superado, el punto de no retorno en el que deja de ser posible consolidar las finanzas públicas mediante el saneamiento a través de apretarse el cinturón. En su lugar, se enfrentan a las únicas dos soluciones posibles: quiebra soberana o inflación.

Echando la vista atrás, la perspectiva del tiempo nos muestra que la historia de los países es una historia de quiebras, inflación y ausencia de fondos.

En nuestro tiempo más cercano, la insolvencia de los estados tampoco ha sido la excepción, sino más bien un fenómeno crónico.

A nosotros todo esto nos resulta nuevo, pues la mayoría no ha tenido que enfrentarse a algo así durante su propia vida. O al menos no tan de cerca, y esto es fundamental. Psicológicamente, nos encontramos ante el enorme problema de tener que aceptar que un Estado puede llegar a ser insolvente, ya que se trata de algo completamente inusual y ajeno a nuestra propia realidad.

Quizá podría compararse esta dificultad con el debate sobre el riesgo de emisor en los certificados antes de la caída de Lehman Brothers. Todos los interesados conocían este riesgo. Se mencionaba una y otra vez, pero no pasaba de ser “algo” teórico. Cuando el emisor Lehman Brothers se declaró insolvente, los operadores del mercado se sorprendieron. De repente, aquello que era teórico se materializó como real y se comenzó a considerar la posibilidad de que los demás emisores pudieran seguir el mismo camino. Y así los certificados se veían en su verdadera esencia. Lo mismo ocurrió tras el accidente del reactor de Fukushima. Algo que parecía un fenómeno aislado cambió la percepción de todo un sector energético del que ya no podemos prescindir.

Sin embargo, las quiebras soberanas no son precisamente acontecimientos aislados. En contraposición a la percepción general, éstas son la norma y no la excepción. Los profesores de Finanzas a través de sus estudios han aportado interesantes datos numéricos al respecto y han hallado que, desde el año 1800, al menos 250 países han entrado en quiebra en todo el planeta por deudas externas, y al menos 68 lo han hecho por deudas internas, con repercusiones en los depósitos en divisa nacional de la población.

Algunos países se han declarado insolventes con bastante frecuencia, con España y sus 13 quiebras a la cabeza. Resulta también muy interesante la duración de las insolvencias. Grecia ha sido insolvente más de la mitad de su existencia, una circunstancia que motivó, en 1858, que economistas de prestigio trazaran una descripción despiadada del sistema tributario y la moral fiscal en Grecia. Por lo que parece, poco ha cambiado desde entonces.

Tampoco el motor económico de Europa, Alemania, con ocho insolvencias en su historia, se libra del baldón público del insolvente.

Para el pueblo alemán, y para el resto de países, la época de la República de Weimar representará siempre el paradigma de la crisis de la deuda y la hiperinflación.

Cada vez son más los indicios de que el periodo de la estabilidad de precios llega a su fin, por lo que resulta interesante averiguar cómo se llegó en el pasado a situaciones de hiperinflación.

A principios de la Primera Guerra Mundial, el Imperio alemán derogó la obligación de convertibilidad de los billetes en oro. Además, se incrementó la oferta monetaria mediante la supresión de la reserva en oro de un tercio de la masa monetaria. El Tratado de Versalles impuso el pago de las reparaciones y endeudó a la joven república alemana, que financió estos pagos imprimiendo dinero. Asimismo, la producción de bienes en Alemania disminuyó considerablemente debido al desmantelamiento y la confiscación de las plantas de producción. La inflación resultó inevitable. Al final de la guerra, el marco alemán había perdido la mitad del valor que poseía antes de la contienda.A partir de ese momento se produjo una escalada de la depreciación del dinero. Mientras que en 1918 enviar una carta dentro del país valía 15 pfening, poco después de la reforma monetaria de 1923 costaba la friolera de 100.000 millones de marcos. Del mismo modo colapsó el valor del marco con respecto al dólar y, al final de la guerra, un dólar estadounidense se cambiaba por la inconcebible cifra de 4,2 billones de marcos. El marco fue sustituido provisionalmente por el llamado marco seguro, y más adelante por el marco imperial. Un marco seguro equivalía a un billón de marcos y, de este modo, se redujo el endeudamiento del Imperio alemán a 16 pfenning.

La mayor carga de la hiperinflación recayó sobre la clase media que había invertido sus ahorros especialmente en valores nominales como cuentas de ahorros, renta fija, rentas vitalicias, etcétera; pues su valor tras la hiperinflación quedó reducido a cero.

Se mire por donde se mire, las similitudes con la situación actual son escalofriantes.

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