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Los primeros reales de a ocho acuñados en los Reinos de Indias

El origen de la que con el tiempo se convertiría en la moneda española más universal de la historia, el real de a ocho, se encuentra, según Beltrán, en la equivalencia en plata del conocido como peso de oro de Tepuzque, con la equivalencia de un castellano o 1/50 del marco de Castilla fijada en México en 1536.

En el virreinato de Nueva España, la primera moneda hispánica autóctona acuñada fue este peso de oro de Tepuzque, cuyo nombre sería la versión castellanizada de Teputzli, cobre en lengua náhuatl. El virrey Mendoza, por Ordenanza de 15 de junio de 1536, estableció que su valoración se fijase en ocho reales. Estas primeras emisiones no tuvieron un valor uniforme, sino que varió según su peso y ley. Normalmente contenían aleación de cobre, y en 1536 se fijó su paridad con la moneda de cuenta en 272 maravedíes, lo que suponía una ley de 13,6 quilates. Con ello el tomín de oro equivalía al real de plata castellano, con un valor de 34 maravedíes. El Cabildo de México intentó que se batiesen piezas de esta especie con valores de uno, dos y cuatro tomines de oro.

Los reyes Carlos y Juana dictaron el 11 de mayo de 1535 una orden por la que se establecía la Casa de Moneda de México, con expresa autorización de batir moneda de plata y vellón, pero prohibiendo la de oro. La moneda de plata a labrar debía ser en reales y sus fracciones, en medios y cuartos, así como en reales de a dos y de a tres. Dos años más tarde, por Real Cédula de 18 de noviembre de 1537, se autorizó a Antonio de Mendoza, virrey de Nueva España, que suspendiese la acuñación de reales de a tres, que podían confundirse con los dobles, y se le autorizaba a acuñar monedas de cuatro y ocho reales de facial.

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Esta Casa de Moneda, como las demás que se abrieron en territorio indiano, se construyeron e instalaron por cuenta del Estado, que asumió los gastos de sus constituciones para dejar claro que la emisión de moneda era un privilegio exclusivo e intransferible del rey. Pero, debido a la ausencia de técnicos y funcionarios, se recurrió al régimen de delegación de servicios públicos, vigente en las cecas peninsulares. Se previó que los derechos de amonedación fueran superiores a los de España, por lo que se ordenó en el mismo año 1535 el cobro de un real más por cada marco en concepto de costes, y otro más por derechos de señoreaje, llevándose cuenta separada del producto de este último. Por ello se aumentó la talla a 68 piezas o reales, subsistiendo el precio legal de los 65 reales para el marco de plata en pasta. No obstante, según recogía Elhúyar a comienzos del siglo XIX, en algunos documentos se aseguraba que la exacción del real de señoreaje no tuvo efecto hasta 1615, y que tampoco fue regular hasta ese momento la talla de 68 reales por marco.

En esta normativa se recogía la prohibición de la saca de moneda a países extranjeros, permitiéndose su circulación en los reinos de Castilla y León y en las Indias por su valor, treinta y cuatro maravedíes el real, y la obligación de satisfacer el quinto real por las cantidades de metales preciosos obtenidos en las minas, rescates y cabalgadas, en la caja de la fundición y a sus oficiales, y con la marca real que garantizaba que dicho quinto había sido satisfecho.

El metal sin marcar no sería aceptado en las Casas de Moneda, condenando a los funcionarios que contravinieran esta norma a las penas de muerte y confiscación de bienes, y a los propietarios a la confiscación de la plata, que se repartiría en función de dos tercios al fisco y un tercio al denunciante. Dicha confiscación del metal no marcado se llevaría a cabo aunque solamente se hubiese presentado la plata y no se hubiese acuñado. Estas ordenanzas otorgaban al presidente y los oidores de la Audiencia, así como a los justicias, la facultad de conocer de los delitos de falsedad de moneda realizados por los monederos y oficiales de la ceca.

Como es lógico, la acuñación en suelo indiano de moneda suponía que la misma tendría que tener su valor ajustado al de Castilla, por lo que la diferencia anteriormente dicha habría de desaparecer. En este sentido, la Real Cédula de 11 de mayo de 1535 antes citada, contenida en la Recopilación publicada en el reinado de Carlos II como Ley Primera del título referente a las Casas de Moneda y sus Oficiales, establecía la subsidiariedad del derecho castellano en todo lo no prevenido especialmente en ese título. A ello contribuyó que el valor de la moneda de ocho reales de plata, 272 maravedíes, como hemos citado, se correspondía con el citado para el peso de Tepuzque. Es por ello por lo que se la comenzó a denominar peso. En la Casa de Moneda de México se acuñaron piezas de plata y vellón, quedando la labor del oro reservada a la Casa de Sevilla, aunque en la práctica la actividad se redujo al numerario de plata, debido al rechazo popular a las acuñaciones de vellón.

La unidad de peso para metales preciosos fue, al igual que en Castilla, el marco, unos 230 gramos. En el caso de las piezas de oro, que no se emitirán hasta mucho tiempo después, sus divisores eran el castellano, el tomín y el grano. En cuanto a la plata aparecían la onza, equivalente a 1/8 de marco o 28,75 gramos, el tomín de plata, de 1/384 o 0,559 gramos, y el grano de plata, de 1/4608 de marco o 0,049 gramos.

La principal diferencia con las cecas peninsulares eran los derechos que en la misma se cobraban, dado que mientras que en ellas de los 67 reales que se sacaban por marco de plata uno se quedaba en la misma para el pago del salario de los oficiales, en la de México quedaban tres reales a favor de dichos oficiales. También como en Castilla, para la aleación se utilizaban otros metales, quedando la proporción entre metales fijada por ley, teóricamente 21,5 quilates para el oro, y 11 dineros y 4 granos para la plata, aunque en la práctica osciló mucho, sobre todo por las dificultades técnicas. Para el oro y la plata se usaron también los quilates de oro, de 4 granos, y los dineros de plata, de 24 granos.

Como recoge Vázquez Pando, aunque la normativa monetaria española era muy precisa en cuanto a las denominaciones de las diferentes monedas, en las distintas fuentes aparecen multitud de otros nombres para referirse a ellas. En diversos documentos se habla de pesos de oro, maravedíes, ducados y doblones. En la obra del fraile inglés Tomás Gage por él citada se habla de escudos como sinónimo de pesos, también conocidos como patacas, y las monedas de cuatro reales, las más comunes en Chiapas, eran conocidas como tostones. También habla de dineros y sueldos, correspondiendo según este fraile cinco sueldos el medio real. Otro nombre común en la documentación de la época es el de doses, cuyo nombre mismo alude a su valor.

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El 6 de junio de 1544 Carlos I remitió una Provisión sobre el tipo que debían llevar los reales labrados en la ceca de México, cuyo cuño debía llevar en una de las caras castillos y leones con una granada, y en la otra dos columnas con el rótulo PLVS VLTRA, su divisa.  La autorización para su acuñación, como recoge Cipolla, no supuso su inmediata aplicación y la labra de este tipo de moneda, conocida oficialmente como real de a ocho. Según este autor los primeros pesos debieron acuñarse en los primeros años del reinado de Felipe II, posiblemente en la Casa de Moneda de México, y al principio esta moneda no debió tener una buena acogida. Este autor pone varios ejemplos para fundamentar esta aseveración. Entre los años 1543 y 1545 el ensayador Juan Gutiérrez, en respuesta al interrogatorio del licenciado Francisco Tello de Sando, declaraba que en los seis años que había pasado en la Casa de Moneda se habían acuñado reales de a ocho, pero que su producción se había abandonado al ser su fabricación demasiado laboriosa y carecer de aceptación.

Un año después, en 1546, el fundidor de la ceca de México Francisco de Rincas afirmó lo mismo, y el monedero Alonso Ponce afirmaba igualmente que su producción era demasiado laboriosa y ocasionaba demasiado desperdicio o cizalla, por lo que solo se batieron durante unos días. Como afirma este mismo autor, se trataba salvo escasas excepciones de una moneda fea, mal acuñada y muy fácil de cercenar, pero estaba disponible en el mercado en cantidades excepcionalmente elevadas. Esta moneda, en todo caso, fue muy apreciada por su ley, 930,555 milésimas, y su teórico peso uniforme de 27,46 gramos.

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En cuanto a la técnica de acuñación, las cecas americanas utilizaron hasta bien entrado el siglo XVIII el sistema de acuñación a martillo, cortando barras de metal en toscos cospeles que eran martillados. Esto suponía que el valor real de las monedas variaba bastante ya en fábrica, dado que al fundidor mayor de cada Casa de Moneda solamente se le exigía que la ley por marco de peso y la talla o número de piezas por marco fuesen correctas. Las piezas emitidas según la reforma de 1535 fueron en las Indias acuñadas en un primer momento con contornos regulares y sin cordoncillo. Sin embargo, pronto apareció la moneda irregular, conocida con los nombres de corriente, macuquina, recortada, de cabo de barra o cortada.

El origen del término macuquina, adoptado a comienzos del siglo XVIII, es discutido. Para algunos, como Boronat, procedería de la palabra quechua makkaikuna, golpeada, mientras que para otros autores su origen se encontraría en el término árabe macuch, con el significado castellano de aprobado o verificado. Estas piezas se caracterizan por su tosca acuñación, sus cospeles desiguales y sus módulos irregulares, lo que hace que en muchas ocasiones sea muy difícil su identificación, toda vez que suelen faltar parte de las inscripciones de las orlas. Esta tosquedad en su labra hay que tenerla en cuenta en las circunstancias de su propia época. Cuando estas monedas fueron acuñadas y remitidas a Europa, fueron rápidamente aceptadas en el Antiguo Continente, dado que estaban acostumbrados a dicha tosquedad en las monedas batidas en sus propias cecas, y mucho más cuando comprobaron que el contenido en plata de las mismas era mayor que el de sus propias emisiones, por lo que fue normal que en los pagos con las mismas se admitiera un premio por usarlas.

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La tosquedad era debida a las técnicas de acuñación que en ese momento se utilizaban, como hemos comentado. Estas monedas eran batidas a martillo, pieza a pieza, y era normal que los trozos de metal utilizados, los cospeles, fuesen irregulares, y que los golpes necesarios para grabar los cuños produjeran roturas en sus cantos, cuarteados en su superficie o falta de nitidez en los motivos y leyendas grabados, sobre todo en su periferia. Asimismo, cualquier exceso de peso era recortado con cizallas. Además, en muchas ocasiones parte de los motivos no entraban dentro del flan de la moneda, lo que dificulta mucho en ocasiones su datación. También hemos de sumar a esto la gran cantidad de moneda a acuñar y la premura necesaria para realizarlo, toda vez que los retrasos suponían un encarecimiento de los costes, así como el desgaste de los propios cuños y el descuido en las labores. Por todo ello, es usual que haya muchas variantes de una misma emisión, fecha y ceca.

Murray recoge que esta mala calidad y la falta de alguna o incluso todas las siglas de identificación fue estudiada en 1610 por el Consejo de Hacienda, que encargó al grabador del Real Ingenio de Segovia Diego de Astor la realización de unas pruebas en las casas del medallista escultor Jacome Trezzo, que fueron remitidas a las casas de moneda peninsulares para que en adelante se acuñase con la misma calidad, lo que fue contestado por lo oficiales de ellas. Afirma que los oficiales no querían batir piezas más perfectas porque procuraban que la mayor parte posible de la leyenda, marca de ceca, sigla de ensayador y año, saliese fuera del cospel para evitar averiguaciones sobre los responsables de su manufactura, y que éste fue uno de los motivos por los que maliciosamente se retrasó la puesta en marcha de la acuñación a volante en Potosí.

Fuentes

Recopilación de las Leyes de las Indias (en adelante R.L.I.). Libro IV. Título XXIII. Ley VIII.

R.L.I. Libro IV. Título XXIV. Ley V

R.L.I. Libro IV. Título XXIV. Ley IIII.

R.L.I. Libro IV. Título XXIII. Ley VI.

R.L.I. Libro IV. Título XXIII. Ley IX

R.L.I. Libro IV. Título XXIII. Ley I.

 

Bibliografía

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CESPEDES DEL CASTILLO, G., «Las cecas indianas en 1536-1825» en  ANES Y ÁLVAREZ DE CASTRILLÓN, G., Y CÉSPEDES DEL CASTILLO, G., Las Casas de Moneda en los Reinos de Indias, Vol. I., Madrid, 1996.

CÉSPEDES DEL CASTILLO, G., “El Real de a Ocho, primera moneda universal”, en ALFARO ASINS, C., (Coord), Actas del XIII Congreso Internacional de Numismática, Madrid, 2003, Vol. 2, 2005, pp. 1751-1760.

CIPOLLA, C.M., La Odisea de la plata española. Conquistadores, piratas y mercaderes, Barcelona, 1996.

DASÍ, T, Estudio de los Reales de a Ocho llamados Pesos-Dólares-Piastras-Patacones o Duros Españoles, Valencia, 1950-1951, T. I, p. CCLVIII.

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